Blade Runner (1982)
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Me pone muy contento poder tener ritmo mensual en la escritura del Canon. Era algo que había intentado y que había fallado. Ahora realmente se siente bien. Además, me permite volver a ver películas clásicas para introducirlas a este querido espacio. Quienes sigan las publicaciones de 421 también van a encontrar que el viernes de la semana pasada publiqué una especie de guía de lectura de ciencia ficción, literatura fantástica y horror. Que, básicamente, es la conjunción perfecta de la tríada de géneros que me volvieron loco. La lista funciona como un gran complemento a los artículos del Canon y, eventualmente, no me quedará más opción que hacer lo mismo que hago acá con las películas, pero con los libros allí citados. Y tal vez en algún momento editarlo como libro. De tapa dura. Por Taschen. Soñar no cuesta nada.

Como ya dije en otras ediciones del Canon, esta entrada se había vuelto obligatoria y quizá debería haber sido la segunda (que fue Ghost in the Shell) o incluso la primera (Akira). Nada de lo que venimos revisando en estas columnas existiría sin el aporte invaluable de Blade Runner al universo cyberpunk. Podría adjetivar –e intentar convencerlos mediante ese mecanismo– de que se trata de una obra monumental. Pero es mejor explicar y en todo caso al final dilucidar si es un monumento y en particular de qué. Qué es aquello que Blade Runner construye y por qué ocupa el lugar que ocupa en la cultura audiovisual y en el Canon en particular.

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968)

Blade Runner no se llama Blade Runner. Está basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, original de Philip K. Dick. Pero debido a la incalculable popularidad de la película, ahora el libro se vende bajo el título de Ridley Scott para no tener que explicarles esto mismo a los lectores. Así se maneja la industria.

La novela se sitúa en la ciudad de San Francisco después de la guerra nuclear, la Guerra Mundial Terminus. Rick Deckard, cazarrecompensas que trabaja para la policía de San Francisco, se topa con un trabajo inusual: perseguir y aniquilar seis replicantes modelo Nexus-6 que ingresaron de forma ilegal a la Tierra. Si ya atrapar a uno es un trabajo cuasi legendario, agarrar a seis en el lapso de 24 horas está fuera de toda posibilidad. Los replicantes son androides cuasi humanoides que representan lo más avanzado en imitación de la vida humana. Sólo sometidos al rigor epistémico del test Voight Kampff se puede determinar su origen sintético. Las peripecias de Deckard lo llevan a transitar por una serie de estados interiores que conmueven a su persona.

En la San Francisco dominada por el invierno nuclear, los animales son una extraña forma de vida. Casi que están en extinción y, de hecho, tienen altísimo valor, lo que los constituye como objetos de lujo. Por eso la gran mayoría de los humanos tiene versiones replicantes de los animales. Animales sintéticos, en apariencia reales. Todos lo saben. Nadie es lo suficientemente rico como para tener un animal de verdad. A la mitad de su misión, y para lidiar con el conflicto que genera matar a los Nexus-6 cuasi humanos, Rick Deckard usa el dinero de las recompensas para comprarse una cabra real. Así, el riesgo asumido, que casi lo lleva a la muerte, se convierte en estatus social. Entonces, si los humanos sueñan con tener animales reales, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?. Cine, 🚬.

Pero la novela no termina ahí. Como siempre, las historias de Dick están compuestas de varias capas de tramas y subtramas apiladas. En esta versión del mundo, los humanos ejercitan su empatía colectiva mediante un aparato donde se conectan y pueden ver la proyección de la vida de un supuesto profeta o líder religioso, subiendo una montaña al modo de Sísifo, mientras la multitud lo apedrea. Se trata de Mercer y la difusión de su mensaje toma el nombre de mercerismo. La capacidad de sentir una especie de comunión colectiva a través del sentimiento vicario de Mercer, quien sufre por la humanidad toda, es lo que distingue a los humanos de los Nexus-6.

Sobre el final de la novela, la población descubre que Mercer es un fraude, al mismo tiempo que Deckard viaja a las afueras desoladas de San Francisco, un yermo post nuclear, y sufre de una experiencia religiosa de la misma naturaleza que la de Mercer. Cuando está volviendo a su auto se encuentra con un sapo real que se lleva a su casa como símbolo de la autenticidad de su mensaje. En las últimas páginas, la pareja de Deckard –en esta versión, Rachel es la amante– descubre que el sapo es electrónico. Deckard entiende que también puede ser conmovido por los seres electrónicos y que merecen su respeto.

Como suele suceder en las novelas de Dick, lo que siempre está en juego es la relación entre simulacro y realidad. Al menos en las que señalamos en la lista, como Ubik y El Hombre en el Castillo, siempre aparece un giro más acerca de qué es real y qué no, y cómo los personajes se relacionan con esto. Las idas y las vueltas. Deckard desprecia el mercerismo hasta que lo abraza, y ahí se revela su carácter ficticio. Lo mismo con los animales: en cuanto siente empatía, aparece la naturaleza ficcional. Le pasa también con Rachel, que cumple el rol de femme fatale y amante de Deckard en su peripecia de 24 horas y, antes de borrarse de la existencia, mata a la Cabra recién comprada. Realidad y simulación parecen estar apiladas de forma recursiva, casi como las tramas del libro.

Blade Runner (1982)

En 1982, Ridley Scott –que venía de filmar Alien– estrenó su versión del libro de Dick, que bautizó como Blade Runner, un título que tomó de la novela homónima publicada por Alan E. Nourse en 1974 y adaptada a un guion que nunca vio la luz, a cargo del mismísimo William S. Burroughs. Scott mencionó varias veces que la tercera pieza de inspiración para la película es The Long Tomorrow, una historia corta dibujada por el maestro del cómic Moebius y escrita por Dan O'Bannon, guionista de Alien.

El film cuenta un día en la vida de un detective que recibe el inusual trabajo de atrapar a un espía que viene de un mundo externo, lo que sucede en una ciudad del futuro plagada de edificios inmensos donde el estatus social se manifiesta acorde a la altura donde suceden las cosas. El piso 199 es una basura y el piso 8 es el lugar de los aristócratas. Un pequeño policial negro en el futuro.

Desde su estreno, y en parte a raíz de su popularidad, existen varias versiones de la película. La original es la que se estrenó en cines en 1982, pero incluso hay algunas diferencias entre la que salió en Estados Unidos (domestic cut) y la que salió para el resto del mundo (international cut). Luego está el Director's Cut pero que es una versión del estudio, no autorizada por Scott. Y, por último, está la versión de 2007, remasterizada, aprobada por Scott y conocida bajo el nombre de Final Cut. Esta es la versión a la cual nos referimos cuando hablamos de Blade Runner en este artículo.

Con todos estos elementos sobre la mesa, Ridley Scott se despacha con lo que sería en muchos sentidos una obra maestra. En particular por la conjugación de tres aspectos: la puesta visual, la imaginación del futuro y la exploración de los límites de la experiencia humana. Vale hacer una pequeña aclaración al respecto. Los Angeles, bajo la mirada de Scott, es una megalópolis multicultural con autos voladores y fuerte influencia asiática, casi como si fuera Hong Kong. Lluvia ácida, paraguas luminosos, ambientes llenos de humo, contraluces por doquier. Los edificios monumentales de megacorporaciones contrastan con los miles de recovecos abandonados, llenos de mugre, porquería, restos humanos. Mercado negro de órganos, hormiguero humano. La imagen misma de la decadencia y el agotamiento estetizado por la cultura china, la lluvia y el neón. Todas estas claves serían las que definirían gran parte de la imaginación de los futuros audiovisuales, así cómo del género cyberpunk en general.

La primacía de las megacorporaciones por encima de la calidad de vida del hombre común, la combinación de tecnología de avanzada con vida paupérrima (el reverso del low tech high life), edificios de escala faraónica y ciudades que parecen no tener final. La puesta estética, vista en 4K bajo la última remasterización, te hace pensar de forma inevitable en la degradación del cine en el último cuarto de siglo. Pasa lo mismo con Alien, con Terminator, casi con cualquier obra del Canon. Había una capacidad de despliegue visual y manufactura de cosas reales que se veían en pantalla que marcan un hito ineludible. Quizá es sólo el prisma del tiempo y que, con la distancia, uno gana la capacidad de seleccionar lo mejor de cada época. Aunque si me pongo medio quisquilloso, la lista de estrenos de 1982 es realmente una masacre: Blade Runner, E.T., Poltergeist, Rambo, Rocky III, Conan el Bárbaro, Tron, The Thing, Fitzcarraldo, The Wall y Koyaanisqatsi. Mención especial a The Swamp Thing: si no la vieron, mírenla (o lean los cómics, al menos). Creo que a nivel contemporáneo sólo se me ocurre que quizá Dune esté a la altura de Blade Runner, además de las películas respectivas de cada maestro del cine: Killers of the Flower Moon, Once Upon a Time in Hollywood y demás.

Pero la puesta es en sí misma un argumento suficiente para entender el impacto de esta película en todo lo que vino después. La imaginación de futuro está totalmente conectada con la puesta. El gran acierto de Ridley Scott es hacer de esta película un film noir, un marco conceptual que establece ciertas convenciones de género que ya de por sí le acomodan gran parte del relato. Rick Deckar actúa casi como un investigador privado, y el escenario de un futuro decadente configura una gran atmósfera. Rachel, la Nexus-6 creada por el mismísimo Tyrell, cumple el rol de la femme fatale, y el propio Tyrell (de la gran megacorporación homónima) hace las veces del aristócrata en las esferas sutiles. Dando así ese corte transversal donde toda la sociedad es parte de este escenario de desintegración y no hay reserva moral de nada, en ningún lado. Anclada en la tradición del cine negro de los años '40 y '50, que a su vez está anclado en el género del policial negro y el hardboiled: literatura policial con un fuerte enfoque en el mundo del crimen, la corrupción moral, las escenas truculentas rozando el gore, y todo embebido en la literatura pulp. Raymond Chandler, Humphrey Bogart, toda esa secuencia. Papa fina, señores.

Y por último, y no menos importante, tenemos el drama existencial, sobre ese colchón de finas hierbas noir. Porque el fuerte –y acaso lo que catapultó Blade Runner a la condición de clásico pese a las demoledoras opiniones de críticos de la época como Roger Ebert y Pauline Kael– está en las exploraciones de la condición humana. Así como vimos en Ghost in the Shell, los replicantes son sujetos a una implantación de memorias ajenas, con el fin de orientar su crecimiento emocional y evitar que se vuelvan demasiado locos en el proceso. Son tan buenas copias que es inevitable que desarrollen niveles emocionales complejos. Por eso hay que direccionarlos. Ahora bien, si las memorias son implantadas, ¿cómo sabés si sos o no un replicante? Para eso existe el test Voight Kampff, una prueba estandarizada que intenta discernir entre humanos y replicantes a partir de una serie de preguntas y ciertas manifestaciones corporales visibles (ansiedad, dilatación de las pupilas). Sin embargo, con Rachel el test llevó casi una hora y más de 100 preguntas. Lo cual abre la posibilidad de pensar si la posibilidad de pasar el test depende de qué tan bien afinado está un Nexus-6 o cuán inquisitivo sea el entrevistador.

Los replicantes que ingresan de forma ilegal a la Tierra, y que por lo tanto deben ser eliminados, conforman un grupo más bien peculiar. En especial el líder del grupo, Roy Batty, que parece tener una comprensión de la tragedia humana-replicante más allá de lo común. Los replicantes sólo viven cuatro años porque los ingenieros genéticos de la Tyrell Corporation no pudieron solucionar un problema con la reproducción celular, que ingresa en una etapa de degradación irreversible. Esto lleva al grupo de seis replicantes de la película a huir de las colonias, entrar en la Tierra y buscar a su creador para que les extienda la vida.

Batty, principalmente, juega el rol del hijo vengador. En una escena para todos los tiempos –ALERTA SPOILER–, Tyrell afirma que es imposible extender su vida, Batty lo besa y lo pasa a valores, apretando sus pulgares contra los ojos. Ojos que son todo un tema en sí mismo en la película: son el órgano que puede delatar a los replicantes, el creador de los ojos es el primer objetivo del grupo y es lo que Batty le revienta primero a su creador.

Queda para el final el gran monólogo de Batty donde afirma haber visto cosas tan hermosas que la mente humana no puede llegar a concebir y que sin embargo se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. El mismo Batty que se atraviesa un clavo en una mano para evitar que se inutilice por el deterioro, y que lleva en su otra mano una paloma blanca. ¿Otra vez Frankestein? ¿Otra vez motivos religiosos de base cristiana? Claro que sí. En un último acto de compasión, Batty prefiere apagarse y morir que llevarse la vida del pobre Rick Deckard.

Cierra así una película de tono shakesperiano, donde la historia es bastante esquemática pero es una excusa para explorar la profundidad temática del drama existencial humano. La inevitabilidad de la muerte, lo efímero de lo bello, lo frágil de la memoria. En Blade Runner se manifiesta de una forma casi perfecta aquello que diferencia a las obras maestras de las simples obras: el drama particular que nos cuenta el drama universal.