Estamos en condiciones de afirmarlo: Demon Slayer es el animé que define a la nueva generación alfa. Así como Naruto, Bleach y One Piece marcaron a la generación Z, y Pokémon, Dragon Ball o Los Caballeros del Zodiaco lo hicieron con los millennials, esta serie se convierte en el relato fundacional de quienes hoy crecen en un mundo atravesado por pantallas, algoritmos y ansiedades.
Japón lleva más de cuatro décadas marcando generaciones de jóvenes con su producción animada, y debo admitir que he seguido cada una de esas épocas. Crecí con ellas y, de alguna manera, me moldearon. Me debía una escritura sobre algo que me ha acompañado culturalmente toda la vida, y nunca me ha defraudado.
Demon Slayer, la serie, ya cuenta con cuatro temporadas y cerrará con una trilogía de películas. El 11 de septiembre se estrenó la primera de las tres, Kimetsu no Yaiba: Mugen-jō-hen, y –por supuesto– estuve allí. Hacía años que no experimentaba la expectativa de un estreno así, al menos desde El Señor de los Anillos. Compré las entradas apenas salieron y me encontré en el cine con el micromundo de otakus: sobre todo niños, disfrazados de sus personajes favoritos, uniendo generaciones en torno a un mismo mito animado.
Había algo ocurriendo que me tomó por sorpresa: en un pequeño fragmento de la sociedad, niños viviendo una infancia más cercana a la que yo tuve. Claro que nosotros no nos disfrazamos, pero yo estaba allí, consciente de que no solo estaba mirando una película, sino asistiendo al rito de paso de una juventud, del que obviamente no todos participan, pero que indiscutiblemente reconocen.

Fantástico (en todas sus acepciones)
Voy hacer un intento muy grande por no hacer ningún spoiler; tengo ganas de invitarlos a ver la serie, y odio los spoilers. Como el título de la serie lo indica, se trata de toda una cosmogonía que gira alrededor de un mundo donde habitan demonios y existen cazadores que desde muy jóvenes, y con vidas sufridas, se entrenan para matarlos.
Ahora bien, ¿qué hace que una historia sobre demonios y niños traumatizados haya conquistado el mundo entero? La respuesta fácil es que Demon Slayer es fantástica en todas las acepciones de la palabra: animación hipnótica, personajes carismáticos, historias profundas y batallas épicas.
Pero la respuesta que incomoda es otra: la serie funciona como espejo de una época que busca en la ficción un mapa moral, una pedagogía estética sobre la tragedia, la comunidad y la autosuperación. Demon Slayer no solo entretiene: educa, y lo hace con la fuerza seductora de un espectáculo audiovisual que nadie puede ignorar.
Ahogados por la literalidad de nuestros tiempos, donde la metáfora parece haber muerto y gran parte del contenido audiovisual que se consume se basa en personas hablando directo a cámara, esta renovada cosmogonía fantástica vuelve a poner sobre la mesa la importancia de la imaginación a la hora de narrar historias, en lugar de reciclar contenido como la fatídica maniobra de repetir, copiar o franquiciar.
Nos encontramos frente a un hermoso universo, donde los recursos literarios como la metáfora, la analogía, la alegoría, las personificaciones entre otras, funcionan como herramientas pedagógicas que mantienen entretenido al público promedio, mientras irrumpen continuamente con mensajes cargados y moralmente profundos.
El ritmo de la serie consiste en momentos de mucha emoción y combate, con pausas repentinas que narran historias de quienes luchan, sus recuerdos, sus sentimientos y sus motivaciones. Las diferencias entre los demonios y los cazadores se van desdibujando con el transcurrir del tiempo, y uno se encuentra en la mitad del cine, escuchando a niños emocionados no solamente por lo que le ocurre "a los buenos", sino también a los demonios.

El ritual de la violencia
En el universo de Demon Slayer, la violencia nunca es mero acto bruto: es un ritual. Cada enfrentamiento es una puesta en escena donde la brutalidad se convierte en arte, en poesía de colores y movimientos.
Detrás de las espadas y los demonios, lo que realmente late en la historia es la comunidad, la amistad y la familia, una reverberación del dicho que se hizo popular con El Eternauta: "Nadie se salva solo". El principal motor de Tanjiro, el protagonista, transforma la cosmogonía de un mundo dividido entre demonios y cazadores, al intentar salvar a su hermana Nezuko. En tiempos donde la familia es, a la vez, mito fundacional y campo de batalla ideológico, Demon Slayer ofrece un relato claro: el sacrificio personal por la familia, por el otro. A lo largo de la historia la familia se va expandiendo formando una comunidad que se va entrelazando en la vida de los personajes.
Esto también le ocurre a muchos demonios. Pero ya dije que no voy a Spoilear.
Los demonios que llevamos dentro
Los demonios, sin embargo, no son simplemente "otros". La narrativa revela sus vidas pasadas, mostrando que no son extraterrestres ni invasores, sino humanos deformados por el deseo, la ambición o la frustración. Un eco girardiano: el enemigo es siempre un espejo. La batalla contra el mal es, en el fondo, una lucha íntima contra lo que podríamos ser si nos entregamos a la ira, la desesperación o la venganza.
La serie logra así un doble movimiento: nos da villanos terribles, sí, pero al mismo tiempo nos obliga a ver en ellos la sombra de lo humano. El villano no es el monstruo, sino la deformación de algo reconocible en nosotros mismos. Y ahí radica el golpe más fuerte: convierte la lucha contra el mal en un drama interior, en un espejo de nuestras propias contradicciones. La serie se transforma así en una profunda crítica sociopolítica.
Aquí está otro de los puntos fascinantes: Demon Slayer no es solo Japón feudal reimaginado en clave épica. Es tragedia universal, replicable en cualquier cultura y en cualquier momento histórico. Sus paisajes, casas y ropajes evocan un Japón decimonónico, pero lo que relata son dramas reconocibles en Buenos Aires, en París o en Washington: la pérdida, la resiliencia, el duelo, la esperanza.

La tensión es interesante: Demon Slayer es un relato arraigado en lo particular y, al mismo tiempo, una narrativa exportada a la escala del algoritmo. Es Japón y no es Japón; es tradición y es globalización; es mito antiguo y a la vez trending topic.
En este sentido, la serie también puede leerse desde la lente de Carl Jung. Para Jung, los demonios no están fuera, sino dentro: forman parte de la sombra, esa dimensión reprimida de la psique que reúne deseos, miedos y pulsiones que preferimos no ver. Demon Slayer pone en escena, con la literalidad del animé, esa lucha interior.
Cada demonio es una materialización de la sombra: un pasado trágico, una frustración, una ambición desmedida que se convierte en monstruo. Los cazadores de demonios cortan cuerpos, sí, pero también atraviesan símbolos: cada batalla es un enfrentamiento con lo reprimido. Cada demonio tiene sus propias características y eso se basa en sus propias experiencias pasadas, como se constituyen en sí mismos en esos monstruos.
Ese gesto es profundamente jungiano: la integración de la sombra no se logra negándola, sino enfrentándose y reconociéndose como parte constitutiva de uno mismo. Tal vez ahí radique una de las claves de su atractivo: ver cómo los personajes se transforman al luchar no solo contra la oscuridad externa, sino contra aquello que podrían llegar a ser.
Los personajes enfrentan todo el tiempo momentos de debilidad emocional y física que siempre se resuelven a través de la voluntad, el esfuerzo y el sacrificio. El dolor físico y mental es algo muy recurrente en la serie y es el determinante de los resultados de cada batalla, que no es otra cosa que pruebas continuas de autosuperación.

Quizás ahí esté la clave: no vemos Demon Slayer porque amamos la sangre o las peleas, sino porque necesitamos un espejo que legitime nuestros propios sacrificios. El espectador, sin darse cuenta, se convierte en Tanjiro: luchando contra monstruos con la esperanza de que del otro lado haya un respiro. Los demonios que nos habitan son menos espectaculares pero igual de feroces. Nuevamente, "nadie se salva solo".
Así, el ritual de la violencia de las batallas en Demon Slayer se tornan no solamente en un acto de liberación, sino de salvación de los cazadores y también de los demonios. En ese gesto, Demon Slayer nos devuelve una verdad sencilla y profunda: la lucha –aunque sea interminable– puede ser también una forma de redención compartida. Y quizás por eso este animé, más que cualquier otro de los últimos años, tiene la capacidad de definir no solo a una generación, sino a la manera en que nos entendemos los unos a los otros.