GAD

Vikernes levantó el hacha por arriba su cabeza, y cuando la descargó sobre el grueso cable negro saltaron chispas; repitió el movimiento y la fibra óptica se partió a la mitad; dejó el hacha en el pasto, tomó la pala y tapó el cable con el montículo de tierra que se había levantado al cavar el pozo; con todo ya cubierto, guardó las herramientas en el bolso negro y caminó por el bosque cien metros en dirección sur; se detuvo junto a su vieja camioneta, guardó las herramientas, y a continuación sacó una caja rígida de un metro y medio de longitud; la apoyó en el piso, sacó de allí un fusil Barret calibre .338, se apostó delante de la camioneta y apuntó al sitio donde estaba el cable cortado. Pese a la frondosidad del bosque, le quedaba un tiro claro. Esperó quieto unas horas con la ropa militar y el camuflaje que lo hacían invisible para el ojo no entrenado. En un momento escuchó el zumbido de un motor, y al instante dos luces surgieron en el bosque. Escuchó que alguien abría y cerraba la puerta de un vehículo y pronto apareció en la mira una figura humana, vestida con pantalón de trabajo y chomba con el logo de la empresa Fibertec. Segundos después la figura desapareció de la mira para reaparecer poco después cargando una pala y una caja de herramientas. El empleado comenzó a cavar en la tierra recién removida.

Sin titubear, Vikernes le apuntó a la cabeza y disparó. Producto del impacto, el cráneo explotó en el aire y el cuerpo cayó desplomado. Vikernes dejó el fusil y volvió a la camioneta, de donde sacó del bolso de herramientas un aerosol de pintura negra y un bidón con nafta, y se acerco al cuerpo de la víctima. Miró con desprecio los restos humanos, pedazos de hueso regados por el terreno y porciones de masa encefálica que habían salpicado los plantas alrededor. Abrió la puerta de la camioneta de Fibertec, la regó con nafta, y del bolsillo delantero de su chaleco táctico sacó una bengala naval, que encendió y tiró dentro del vehículo. Mientras las llamas devoraban la camioneta, Vikernes se encargó de pintar en un árbol cercano una rudimentaria calavera y, debajo, escribió la sigla G.A.D.

Regresó por el bosque a su camioneta mientras las llamas proyectaban en los árboles sombras irregulares; guardó el fusil en la caja, y la caja en la camioneta; subió, la puso en marcha y salió del bosque: Manejó durante varias horas, y cuando encontró un motel salió de la ruta, estacionó frente a una habitación, apoyó su identificación en la cerradura, una luz verde dio la transacción por confirmada y se abrió la puerta. Vikernes se sacó la ropa, abrió la ducha, y bajo el agua caliente se rindió al cansancio. Envuelto en una toalla pasó casi toda la noche mirando por la ventana, a la espera de un enemigo que nunca llegó.

Por la mañana salió del motel, retomó la ruta, manejó hasta la YPF más cercana; al desayunar en el autoservicio mantuvo una breve lucha con una máquina expendora de café y con la tostadora, que interpretó mal el punto de cocción. Consultó al único humano a cargo si había un surtidor Diésel habilitado. El chico de la caja le respondió que sí, pero que se encontraba en la parte de atrás de la estación, separado de los cargadores eléctricos, y después le preguntó dónde había conseguido la reliquia. Vikernes, no muy conforme con el adjetivo, respondió que la había heredado de su abuelo. Después del breve intercambio llevó la camioneta hasta el surtidor, llenó el tanque y también, por las dudas, el bidón vacío. Pagó la recarga y volvió a la ruta.

Cerca del mediodía salió de la ruta principal y se adentró en un camino de ripio; bordeó el cerro, manejó hasta otro desvío y volvió a desviarse en otro camino de tierra; al llegar al campamento estacionó entre dos casas rodantes, bajó la caja del fusil, caminó por el bosque, encontró un árbol marcado, dio unas pisadas que sonaron huecas, dejó en el piso la caja del fusil, apartó las hojas con el pio y en el piso apareció una puerta de madera; sacó el llavero del bolsillo trasero del pantalón, abrió la puerta, tomó la caja, bajó por la estrecha escalera de cemento, encendió la luz que colgaba del techo, miró el resto de las armas y dejó el fusil en un estante; salió del búnker, cerró la puerta y la cubrió con hojas secas.

Caminó un kilómetro, siguiendo el ronroneo de unas motosierras que, primero leve, se intensificaba con su avance. Al cabo de unos minutos llegó a un claro lleno de aserrín y leña recién cortada. Sus dos compañeros, Nergal y Abbath, estaban concentrados en hacer un corte diagonal a un pino de casi veinte metros de altura. En cuanto ellos advirtieron su presencia, dejaron las motosierras y se acercaron a saludarlo con un abrazo. Cuando le dijeron que ya habían salido en las noticias, Vikernes sonrió; luego levantó una de las motosierras, completó el corte y el pino cayó con un crujido.

Mientras Nergal y Vikernes trozaban el pino, Abbath se encargaba de sacar el tocón y las raíces que aún quedaban en la tierra. Cuando terminaron de trozar la madera, subieron las piezas a un carro que Abbath y Nergal pronto llevaron al campamento. Vikernes tomó una pala, cavó un pozo a pocos metros de donde habían sacado las raíces del pino, y plantó allí un pequeño ejemplar de Lenga, una especie de árbol nativo del bosque andino patagónico. El grupo ponía un empeño similar al combatir tanto las especies de árboles invasoras como la dañina infraestructura de internet. Mientras Abbath y Nergal descargaban la madera del carro, Vikernes entró a la casa rodante más grande y encendió su computadora: "Nuevo ataque del GAD" titulaba el portal más leído; fue a la heladera, de la que sacó una lata de cerveza; se sentó en el sillón y encendió el televisor en el programa de debates. "GAD: Terrorismo en la Patagonia Argentina", decía el zócalo. Un panel de estridentes personajes discutía los pormenores del ataque, su impacto político, su contenido ideológico y cómo afectaba la conectividad en el Sur del país.

Un hombre excedido de peso, de traje gris, tiradores y pelo rosado conducía el programa. Dijo: "Más de doscientas mil personas virtuales están sin acceso a internet ¿sabemos lo que significa eso? ¿el dinero que se pierda sin esa conexión?”.

—Hasta que la policía no termine la investigación en la escena del crimen, la empresa no podrá reponer el servicio —afirmó una chica de melena multicolor.

El conductor retomó la palabra, "Estamos en conexión con Flavia, una persona digital, para que nos cuente en detalle el drama que supone no estar conectado".

—Hola Carlos, antes que nada prefiero que no usemos el término "persona digital", que nos resulta un poco ofensivo, prefiero que usemos el término PNC o personas no corporales... Aclarado esto, las PNC dependemos de estar conectados veinticuatro horas al día para cualquier tarea, ya sea trabajar, estudiar, o consumir entretenimiento. Los cortes de esta magnitud sólo nos dejan usar información ya descargada en los servidores de las redes que nos alojan, que como te podrás imaginar es algo muy limitado. A nosotros nos genera una gran sensación de claustrofobia, y puede provocar severos cuadros de ansiedad o depresión. Por eso, necesitamos que en estos casos el gobierno y Fibertec se hagan responsables y nos den una respuesta inmediata. Para una PNC, no tener internet es lo mismo que para un pez estar afuera del agua.

Un personaje holográfico intervino:

—Yo no comparto los métodos del GAD y los condeno por violentos, de eso no hay duda… pero también entiendo el rechazo contra este modo de vida.

Ni bien terminó de decir esto, todo el panel se lanzó a una secuencia de gritos e insultos descalificadores contra el personaje holográfico "Reconocido académico defiende el terrorismo", sentenció el zócalo. Terminada la lata de cerveza, Vikernes se fue a dormir.

Nergal, Abbath y Vikernes abrieron la puerta del búnker, bajaron por la escalera y buscaron diferentes equipos, dos carabinas M4A1, un fusil AK-47 y una caja con varios kilos de explosivos tipo C4 que cargaron en la caja de la camioneta, para luego curbrirlos con la madera cortada el día anterior. El trío manejó varios kilómetros con rumbo noroeste, y pararon a dormir en un motel del Automóvil Club Argentino al costado de la ruta. Antes de dormir, Vikernes encendió la televisión en el programa de siempre. El debate seguía igual que en la noche anterior: el programa llevaba treinta horas seguidas sin cortes y los panelistas rotaban cada tantas horas, lo mismo que el conductor, pero las cifras de audiencia no dejaban de crecer y el chat de los usuarios explotaba de mensajes. El tono del programa subía mientras el cansancio y la fatiga de sus participantes se hacía más evidente: algunos panelistas pedían pena de muerte para los del GAD; otros intentaban entender sus motivaciones, y los familiares de la víctima reclamaban justicia. La imágenes del cuerpo sin vida del trabajador de Fibertec aparecían en pantalla cada pocos minutos, junto al dibujo de la calavera del GAD.

Por la mañana el grupo dejó el motel y manejó otros cientos de kilómetros. Al promediar la tarde, la camioneta salió de la ruta asfaltada por un camino rural; al chocar con una línea de alta tensión detuvieron la camioneta, de la que descargaron la madera y los equipos para volver a acomodar la madera; sacaron los fusiles de sus cajas, separaron el C4, se vistieron con equipo militar, se pintaron la cara como si fueran cantantes de black metal del siglo XX y siguieron a pie la línea de alta tensión hasta chocar con un alambrado que cortaron; ingresaron al predio y Nergal caminó sigiloso hasta la entrada donde liquidó por la espalda a dos guardias de seguridad; Vikernes y Abbath, en tanto, ingresaron en silencio al edificio principal, donde intercambiaron disparos con una guardia a la que vencieron en pocos minutos a fuerza de plomo; luego bajaron al último subsuelo, llenaron los servidores centrales con C4, salieron del edificio y pintaron sobre el asfalto de la entrada principal una calavera y la sigla GAD; salieron por el alambrado, se apostaron de frente al edificio, accionaron el detonador, y con la explosión del C4 sintieron vibrar el piso mientras la onda expansiva los despeinaba; descartaron el equipo en medio del bosque, limpiaron las huellas, se lavaron la cara, quemaron la ropa táctica, enterraron los fusiles y volvieron al asfalto.

Manejaron por turnos hasta quedar rendidos de cansancio. Estacionaron la camioneta al costado de un camino rural y se echaron a dormir. Despertaron con los golpes en la ventanilla de dos policías que los miraban fijo. Les dijeron que lo que hacían era ilegal y les pidieron que informaran lugar de procedencia, que mostraran los documentos del auto y la autorización para manejar en la ruta un vehículo propulsado por combustible fósil. Nergal entregó toda la documentación. Por último, los policías escanearon las retinas de los tres para corroborar los datos biométricos: todo en regla. Pese a la multa, los dejaron ir. Unas horas después, extenuados, llegaron al campamento. Después de dormir varias horas, Nergal y Abbath prendieron un fuego para cocinar algo. Vikernes puso la televisión.

"Un millón de personas digitales asesinadas en ataque del GAD", decía el zócalo. Vikernes se quedó dormido en el sillón, con la televisión encendida y el olor a humo que invadía la casa rodante. Lo despertó el ruido de las aspas de un helicóptero que, por el sonido, parecía de combate. Del tercer cajón de la cocina sacó una nueve milímetros y abrió la puerta de la casa para toparse con los cuerpos de Nergal y de Abbath, abatidos por las balas de la policía que esperaba apostada tras la primera línea de árboles. Apuntado por los miembros de la fuerza de élite, Vikernes dejó su arma en el piso y se rindió sin disparar.

El proceso judicial transcurrió sin sobresaltos, pese a que la opinión pública lo tituló como "el juicio del siglo". El momento crítico, transmitido en televisión, fue la defensa de Vikernes que rechazó la ayuda de un abogado oficial y dijo desconocer la autoridad del tribunal para juzgarlo. Su testimonio, desechado por irrelevante, consistió en la lectura de las bases doctrinarias y políticas del GAD, que podían resumirse como la lucha contra la deshumanización tecnológica y la destrucción del hábitat natural. El tribunal condenó a Vikernes a cadena perpetua por el cargo de genocidio. Pese al repudio de la mayor parte de la opinión pública, un pequeño grupo de personas encontró en su doctrina la única forma de resistencia a la digitalización completa de la vida humana. Lo único que pidió Vikernes fue un televisor, que al principio le fue negado pero con el tiempo le fue concedido por los agentes del servicio penitenciario. Su rutina consistía en mirar todas las noches aquel programa de debates. Su estadía en la cárcel transcurrió sin novedades hasta que una noche, en el programa, los panelistas discutieron un nuevo ataque del GAD, esta vez a una planta termoeléctrica. El ataque, perpetrado por un grupo de adolescentes, había dejado sin luz toda una región del Noroeste del país, lo que causó pérdidas millonarias a raíz de una inusitada congestión en la red. Los panelistas discutieron si el ataque era de una célula "dormida" del GAD o producto de un grupo de imitadores. Esa misma noche Vikernes recibió en su celda una invitación para participar del programa, que rechazó complacido. Días después, un nuevo ataque del GAD dejó sin internet a casi toda la Ciudad de Buenos Aires.