Moda, estética y cosmética como herramientas políticas

Solo alguien ingenuo puede pensar la moda, la cosmética, como algo inocente, pienso primero. Pero los sermones y las máximas no son un terreno para el que esté capacitado. Y lo cierto es que la moda o la cosmética –permítanme usar mal ambos términos de forma intercambiable– tiene la peculiaridad de estar en todos lados y, por lo tanto, de ocultarse a plena vista. No hay humano que no esté atravesado (sea por aceptación, rechazo, indiferencia o intención) por elegir cómo vestirse, aun cuando esa elección esté en buena medida marcada por determinaciones geográficas, culturales y materiales. Estamos condenados a ser libres, condenados a vestirnos. Permítanme reformular la conocida frase: I already am eating from the trashcan all the time, the name of this trashcan is fashion.

Nos guste o no, la cosmética es un campo de batalla. En cualquier vínculo o relación donde uno sea visto por un otro, la elección del aspecto (ropa, accesorios, porte) implica posicionarse frente al mundo, enviar señales respecto de qué gustos se tienen, qué lugares se habitan; en definitiva, qué se es. El famoso chino yankee de la moda masculina, Derek Guy, ha escrito ríos de tinta al respecto; digamos simplemente que, recurriendo al sociólogo francés Pierre Bourdieu, Derek apunta que nuestra ropa señala pertenencias y capital simbólico.

Pensemos en el starter pack del dirigente del peronismo progresista: la campera deportiva y el termo nos indican automáticamente pertenencia, son signos de lo que se piensa y señales que llaman a otros con la misma estética a sentirse convocados. "La política es la guerra continuada por otros medios", es la inversión que propone Michel Foucault a la máxima del teórico militar Carl von Clausewitz, y en la camperita Adidas se entremezclan política, guerra y moda. La ropa funciona como las almenaras de Gondor, convocando a todos los aliados que se sientan identificados con ese aspecto, marcas, formas o colores a salir a la batalla. Uniforme se dice de muchas maneras.

Así, el vestirse es la primera operación cognitiva-militar que se emprende. Uno se saca el pijama y se viste para enfrentar al mundo. Esto lo sabemos intuitivamente aunque no nos demos cuenta. Está bien presente en la sentencia inglesa "a suit is a man's armor"; en el título del hitazo de Roxette, "Dressed for Success"; el power suit excelentemente vestido por Gordon Gekko en Wall Street (1987); los killer heels de Dressed to Kill (1980). La ropa es un arma delicada que organiza redes de deseo y poder, un insumo para la victoria de aquellos que están alertados de su potencia.

¿Cómo le decimos en Westeros a quienes traicionan sus alianzas y fidelidades? Cambiacapas. ¿Qué mayor humillación puede sufrir una fuerza militar? El robo de uniformes, pendones y banderas, como los ganados a los ingleses en las invasiones de 1806 y 1807.

La moda, la cosmética, es un campo de tensiones y representaciones, de formas de mostrarse y disputar presencia. Es el medio entre lo que somos, lo que deseamos ser y lo que proyectamos, el espacio más elemental –y acaso por eso olvidado– de rebeldía, como bien sabía Mario Santos (Los simuladores, 2002-2004) cuando invitaba a romper el sistema usando saco y corbata.

Jenofonte: militar, filósofo, esteta

El asunto es que los antiguos griegos ya pensaron todas estas cosas, o al menos las esenciales. Así que vayamos a esa Atenas del siglo IV a. C., donde con Sócrates nacía la filosofía tal y como debe ser vivida: como un grupo de personas charlando de cosas mientras toman vino. El discípulo y amigo más conocido de Sócrates fue Platón; todos oímos hablar de él. No obstante, hay otro socrático del que nos han llegado obras completas: Jenofonte. Quien haya caminado por las librerías de la calle Corrientes quizás se topó con su Apología o sus Recuerdos de Sócrates. O tal vez se cruzó con la Anábasis o la Expedición de los Diez Mil, la obra que lo hizo famoso y que, cuentan los antiguos, inspiró a Alejandro Magno a conquistar el Imperio Persa.

Digamos simplemente que Jenofonte lideró una expedición de 10 mil griegos que, tras llegar a lo que hoy es Bagdad, tuvieron que luchar para retirarse, abriéndose camino entre enemigos hasta llegar a la costa del Mar Negro, para así poder regresar a Grecia. Pensemos la escala: 10 mil hombres adultos armados es el equivalente a una ciudad mediana de la Grecia Clásica. Una ciudad entera en movimiento, rodeada de enemigos, con el mar como única escapatoria a más de 1500 kilómetros. Jenofonte logró lo imposible: como un primer Dunkerque, pudo evacuar a todos esos griegos que al llegar a las playas gritaron, con la piel de gallina, el famoso "¡Thalatta, thalatta!" ("¡El mar, el mar!"). Tras esa coronación de gloria, Jenofonte quedó identificado como uno de los grandes comandantes de su tiempo: fue contratado por el rey espartano Agesilao II como su consejero militar y, tras años de éxito, se retiró a una granja regalada por el monarca en tierras lacedemonias. Y ahí se dedicó a escribir sus memorias, historia y filosofía.

Lo que nos interesa hoy es que este joven caballero ateniense educado por Sócrates, forjado al calor de la batalla y testeado en la intensa rosca política que involucraba a griegos y persas, se dedicó a escribir sobre cosmética. Un político, militar y militante que piensa la moda: acá hay tela para cortar, no pun intended. El cruce no es tan extraño como suena, y se ha dado en el sagrado suelo nacional y también allende el Atlántico, en tierras galas.

Estatua de Jenofonte en el Parlamento austríaco, en Viena
Estatua de Jenofonte en el Parlamento austríaco, en Viena

Una crítica a la moda: la cosmética como mentira improductiva

Económico es una obra donde Jenofonte equipara el arte de administrar una casa al de organizar una sociedad. Todo, en definitiva, es política. Las premisas, los principios y valores, son los mismos. El texto se mueve del terreno familiar al público en un ida y vuelta signado por la base del pensamiento de nuestro autor: el pragmatismo. En definitiva, quien sabe administrar bien un hogar también sabe administrar bien una comunidad.

Al libro 10 del Económico se lo conoce como "la crítica al maquillaje". En efecto, allí se habla del universo de la cosmética: tacos, sombras, tinturas y corsets son puestos en el banquillo de los acusados. Lo que empieza como una mención a las estrategias de seducción femeninas rápidamente pasa a involucrar a los hombres, y la cosmética afecta mucho más que la estética física. De la forma que un delineador agranda y resalta los ojos en una mujer, una ropa llamativa puede hacer pensar que un hombre tiene más dinero del que efectivamente posee. Las apariencias pueden crear ilusiones que tienen consecuencias apreciables en el mundo.

¿Es deseable ese tipo de engaño al interior de una pareja? La respuesta es negativa por varias razones. La primera es ética: no hay forma de construir una convivencia productiva sin una base de sustento estable. La segunda, pragmática: todo engaño cosmético es, por definición, pasajero. El ejemplo de Jenofonte es el más viejo paso de comedia: después de unas copas y en la oscuridad de la noche, el maquillaje y la ropa pueden engañar, pero la mañana siempre revela la verdad. Quizás no la primera mañana, tal vez no la segunda, pero eventualmente todos nos veremos los rostros a cara lavada.

El punto de lo cotidiano, el énfasis en la construcción a largo plazo, el reparo en la cercanía con respecto a aquello con lo que se convive y ama no es trivial porque Jenofonte está pensando al interior de una sociedad. Piensa en el hogar, pero bien podemos extender la pregunta a una comunidad. Volviendo al ejemplo del comienzo, el de la multiplicación de ropa deportiva entre dirigentes a todas luces millonarios que la visten como si se tratase de un disfraz, ¿cuánto dura la mentira? ¿Cuánto tiempo puede aguantar el maquillaje, la performance, en un espacio intenso e íntimo como el de la política? Más aún, ¿cuán duradera es una construcción política que solo se sustenta en posiciones cosméticas, que siempre están condenadas a ser borradas?

En otra parte de su obra, Jenofonte se pregunta "¿Cómo es la mejor forma de fingir ser un buen flautista?". Y rápidamente se responde: "Siendo un buen flautista". Cortita y al pie.

Máximo Kirchner y Mayra Mendoza en un acto en Parque Lezama
Máximo Kirchner y Mayra Mendoza en un acto en Parque Lezama

Una defensa de la moda: la cosmética como mentira útil

Pero no es tan simple la cosa. De hecho, si Jenofonte plantea el problema es porque la moda y la cosmética son especialmente importantes para pensar la política, y no hay respuestas fáciles. Es por eso que en la Ciropedia, el libro que Jenofonte dedica a describir a su gobernante ideal, hay varias alusiones directas al tema.

Jenofonte empieza diciendo que cuando comenzó a reflexionar sobre la política, se dio cuenta de que todos los gobiernos están destinados a fallar porque el hombre, por naturaleza, se siente eventualmente insatisfecho. Pero antes de caer en la desesperación, Jenofonte dice que encontró un único ejemplo de un gobierno duradero: Ciro, fundador del Imperio Persa. Y entonces dedica un largo libro a contarnos todo sobre Ciro: cómo se educó (su formación en valores, sus estudios y prácticas), cómo conquistó su imperio y, luego, cómo lo administró. Viajemos a esa última parte.

Ciro, Rey de Persia, Adriaen Collaert. 1590

Ciro ha conquistado más tierras de las que podrá ver en su vida, casi los mismos territorios que los que siglos después conquistaría Alejandro Magno al derrotar a Dario III. Su gobierno se basa en premios o castigos, estrategias de incentivo y disuasión y la correcta selección de cuadros intermedios en donde la lealtad se tiene que conjugar con una impostergable formación técnica y capacidad probada. Pero, ante todo, Ciro reconoce que su lugar como dirigente, como vértice de la pirámide de la conducción, lo ubica necesariamente como una figura modélica: lo que él haga será imitado por toda la sociedad. Y, por lo tanto, debe mostrarse como un ciudadano ideal frente a un público que excede lo cotidiano.

Acá entra en juego la moda. Ciro sabe que es un político mediado. Tal vez el primero de la historia: miles de hombres, reinos enteros, nunca verán su rostro. Decenas de pueblos solo observarán imágenes suyas, oirán relatos sobre su figura, narraciones sobre su persona. Ahí, en esa mediación, es donde lo cosmético puede desarrollar su juego. Dice Jenofonte: "Ciro consideraba necesario que los gobernantes se distinguieran de los gobernados efectivamente no solo por su superioridad, sino que también creía que debía persuadirlos mediante golpes de efecto".

La ropa y el maquillaje son esos golpes de efecto, esas maquinaciones, esos engaños, que Ciro encuentra necesarios. La Ciropedia lo detalla con precisión: el monarca solicita ropa especialmente diseñada para disimular cualquier defecto físico y resaltar las virtudes de su cuerpo. Un ejército de sastres y modistas al servicio de la patria. Bajo los largos pantalones lleva calzado con doble suela y taco para parecer más alto y así ser visible en los discursos y espectáculos. Se maquilla de forma de parecer más bello de lo que efectivamente es. Hace de la moda una herramienta política para comunicar a las masas la razón de su gobierno, que no es otra que su propia excelencia.

Ciro hace lo contrario a lo que se recomienda en el Económico: aquí la cosmética es una mentira útil de cara a un público excepcionalmente amplio que precisa de figuras ejemplares. No estamos frente a una comunidad íntima y cerrada, sino frente a un imperio que se plantea en el borde de la imaginación humana: "Rey de los Cuatro Rincones del Mundo", el título oficial de Ciro, no se aleja mucho del "Dios-Emperador de la Humanidad" de Warhammer 40k. De la misma manera que lo único que salva del caos del Inmaterium es el carisma –siempre divino, siempre performático– del Emperador, la única forma de hacer política frente a la ausencia es volverse una presencia a partir de una mediación cosmética: la imagen espectacular que será contada, la belleza pronta a ser relatada y testimoniada, la ruptura llamativa, los zapatos de Jessica Kessel de CFK o las cuatro camperas de Milei. 

Javier Milei, el Presidente de las Cuatro Camperas
Javier Milei, el Presidente de las Cuatro Camperas

Un test

¿Qué hacemos hoy? ¿El mundo de las redes sociales es un mundo sin mediaciones o, al contrario, uno donde hemos mediado las mediaciones mismas? En la respuesta a esta pregunta se encuentra la semilla para pensar los vínculos entre moda, cosmética y política. ¿Cuánta distancia hay entre gobernantes y gobernados? ¿Cómo se construye un vínculo afectivo político? ¿Hemos demolido las barreras que antes separaban la vida íntima de la pública o, al contrario, solo hemos multiplicado las barreras de entrada a círculos cada vez más pequeños que redoblan las puertas de acceso a lo privado?

Si nuestro mundo se ha achicado, si como desde la Cuarta Edad del Sol ahora todos los caminos son curvos y ninguno llega a Valinor, acaso solo reste denunciar el enigmático y atrapante poder de la mentira, pues todo vínculo con su utilidad se ha cortado. Quienes piensen así darán la batalla por la sinceridad, que no es otra cosa que la constante denuncia de un otro que nunca es genuino. En otras palabras: ¿hasta qué hora uno realmente toma mate? Hace unos meses, a raíz de la performatividad de los trends de moda masculina, Ash Callaghan marcó la trampa de esta dinámica: siempre se puede denunciar la performance de la performance de la performance, en un círculo imparablemente recursivo.

Si, al contrario, nada de lo esencialmente humano ha cambiado, si nuestra época no es más excepcional que otra y nuestras fantasías de singularidad son solo los sueños de quienes viven tiempos menos interesantes de lo que creen, aún tenemos que seguir pensando la moda y lo cosmético como herramientas indispensables de los vínculos con los otros y, así, de la política. Si pensamos que aún existe la intimidad, si aún creemos en esa imposibilidad de la comunicación que nos hace arreglarnos –pensarnos, revisarnos, representarnos– frente a otro: en la moda tenemos un universo que no podemos permitirnos abandonar.

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