Infancia a finales de los '80 en Chile. Jugar en el pasaje con los niños del vecindario, una tarde normal, hasta que de pronto el juego se detenía porque alguno recordaba: "Va a empezar Robotech". La serie más increíble que mi generación pudo disfrutar. Nos atraía con sus mechas y naves espaciales, pero al mismo tiempo nos mostraba que en la vida podíamos perder, que hay costos que pagar, que las aventuras se sufren. También nos mostraba el heroísmo que soñábamos tener en caso de una situación similar. Robotech, de 1985, nos hacía sentir que éramos tomados en serio.
Sin embargo, no era la única serie con esa intención narrativa. Hubo otra que, al menos en Chile, fue transmitida por UCV Televisión, un canal de Valparaíso que llegaba sólo a Santiago y alrededores: Conan, el niño del futuro, de 1978, pero transmitida en Latinoamérica a finales de los '80. Fue menos masiva pero es comparable en varios aspectos a Robotech. Ambas son series de ciencia ficción futuristas que predicen apocalipsis; las dos tienen trama continua y en ambas la cultura humana es la salvación de la especie.

Lo que muchos no saben es que Robotech es un Frankenstein armado con tres series que no tenían relación entre sí. Macross, Southern Cross y Mospeada fueron las inspiraciones para cada una de las generaciones y/o temporadas de la historia. La productora estadounidense Harmony Gold, o más bien Carl Macek y su equipo, le dieron un sustento que amalgamaba a estas series sueltas y que hacía de hilo conductor para sostener la historia: la lucha por la Protocultura. Alimento para el Invid de la tercera generación, combustible para los Zentraedi en la primera, motor de la sociedad de los Maestros de la Robotecnia y su triunvirato de clones.
Conan, el niño del futuro, por su parte, tiene sólo una temporada de 26 capítulos. Es una adaptación libre de una novela de Alexander Key llamada The Incredible Tide. Bajo el título original de Mirai Shōnen Konan, este trabajo fue el primero de Hayao Miyazaki como director. La versión contó con la ayuda de ni más ni menos que Isao Takahata (Heidi, la niña de Los Alpes, Marco, La tumba de las luciérnagas) y de Yoshiyuki Tomino (creador de la serie Gundam).
Robotech, la guerra civil global y el apocalipsis
Pero esto me importa ahora. Cuando niño, a las puertas del año 2000 –ergo fin del mundo vaticinado–, la idea de sobrevivir al inminente apocalipsis era algo para lo que había que estar preparado, y Conan de alguna manera hacía de manual del cómo se debería construir sociedad después de la Tercera Guerra Mundial. El apocalipsis en Robotech es distinto pero apunta a lo mismo: cómo construir sociedad cuando la actual desaparezca.
En el caso de Macross, primera generación, el detonante es la caída de una nave extraterrestre en una pequeña isla japonesa. En aquella nave creada por Zor, científico de los Maestros de la Robotecnia, vienen los secretos de la Protocultura. Y además es la fuente que queda en el universo de la Flor de la Vida, ya que el planeta donde crecía fue destruido por los Zentraedis en medio de un golpe de Estado contra los Maestros. Antes de morir, Zor programa la nave para que se estrelle en el único planeta donde dicha flor puede prosperar para así, de sus esporas, seguir produciendo la tan fundamental Protocultura. Ese planeta es, obvio, la Tierra.

Después de una guerra civil global que había durado diez años, la humanidad firma la paz y hace lo que suele hacer después de una buena balacera: una organización internacional que guarde la futura paz para que lo que pasó no suceda otra vez, ¿les suena? La Tierra Unida es el nombre de la organización, equivalente a lo que fueron los tratados de Westfalia en 1648, la Sociedad de las Naciones en 1919 o nuestra tan vilipendiada ONU de 1945, cada una creada después de una sacada de mierda única a nivel mundial. La nave es bautizada como Super Dimensional Fortress 1 (SDF-1), pero la humanidad no sabe qué va a significar para su futuro.
A quienes veíamos la tele no nos contaron esta historia, ya que sucede antes de que empiece la serie, es la precuela que nunca se hizo. Recuerdo que quería crecer y llegar a la juventud para tener mi propio avión, como Rick Hunter, surcar los cielos entregado a mis habilidades y al espacio. Me identificaba con él y con su suerte de hermano mayor, Roy Focker, que lo incita a dar el paso de transformarse en piloto de combate. Esto hacía de metáfora del camino a convertirse en adulto y tomar responsabilidades que estaban más allá de las acrobacias en el circo aéreo del que participaba. Roy le enseña que pilotear va de un juego a algo muy serio. No abandones lo que te gusta, podría leerse, sólo hazlo de verdad. De eso sí me daba cuenta.

Mec(h)ánica popular para niños
Robotech también me dio uno de los momentos más alegres de mi infancia. Como familia éramos muy pobres y sólo nos podíamos dar el lujo de un pequeño televisor blanco y negro con cubierta plástica roja, con una perilla para cambiar de canal. Para mí, Robotech era una serie en blanco y negro. Pasó que una mañana no encendió más, justo el día en el que darían el mejor capítulo de toda la saga, a mi juicio, titulado "La fuerza de las armas". En ese episodio se muestra en su máxima expresión lo que señalaba al principio: la cultura humana como arma para vencer.
Mi hermano y yo sólo pensábamos en ver la serie al menos ese día. La democracia había vuelto meses antes a Chile. Era 1990 y las tímidas, escuálidas reformas al modelo que estaba llevando adelante el nuevo gobierno habían hecho que mi viejo participara de una huelga –ya no estaban proscritas– que resultó en cierto triunfo para los trabajadores. Un pequeño aumento de sueldo. Entonces fue a su trabajo temprano, pidió permiso para ausentarse unas horas y llegó a almorzar a casa. Él y mi vieja nos dejaron solos con mi hermano. Nosotros ni idea de dónde habían ido, sólo nos importaba que volvieran para ir a ver el capítulo 27 a la casa de algún vecino. Nerviosos, ni jugábamos, nos manteníamos sentados mirando por la ventana a la calle para ver si venían.
Quedaban muy pocos minutos para que empezara el capítulo cuando llegaron. Notamos inmediatamente que venían con una caja que decía Panasonic y la foto de una tele moderna. La alegría fue inmensa. Mi viejo es muy "telero", así que estaba igual de emocionado. La encendimos, pusimos la antena, la tele por fin tenía todos los colores; pedí el control remoto y puse por primera vez en mi vida un canal con un mando a distancia, digité 13 y estaba justo empezando Robotech. Creo que mis ojos no han vuelto a brillar como esa vez: vimos el SDF-1 en colores, era lo más vívido de la realidad de la serie. Creo que mis viejos miraban sonrientes nuestra alegría infantil.

Conan, el niño del futuro y la autodestrucción de la humanidad
En el caso de Conan, el niño del futuro, la humanidad sobreexplota una tecnología hasta la autodestrucción. Acá no hay civilizaciones ajenas y la tecnología no es tóxica, ya que no es nada más ni nada menos que la energía solar, que permite armas magnéticas más poderosas que las nucleares. Esto ya de entrada subvierte algo: la tecnología en sí misma no tiene moral, la humanidad sí. No se autodestruye con hidrocarburos, sino con algo que en la actualidad consideramos ecológico. Y no es que no lo sea, sino que la postura de Conan es decirte que no importa el arma, sino cómo se usa.
Una diferencia importante con Robotech es que hay algo de magia, ya que la explicación de que los continentes se hundan es que el planeta Tierra responde en contra de la guerra humana. Los personajes principales tienen poderes mentales, pequeños, como los de Lana: hablar con las aves y escuchar cuando la llama mentalmente su abuelo, quien a su vez es capaz de mandarle mensajes telepáticos. A poco de conocerla, Conan también descubre que la escucha con la mente. Pero estos poderes no son narrados como diferenciadores de esos personajes, sino narrados de una manera tan orgánica, tan natural, que al ver la trama no te das cuenta de que esa suerte de superpoder existe. Realmente es una delicia narrativa.
Cronológicamente, la historia comienza cuando empieza a haber megaterremotos y catastróficos tsunamis por todo el planeta. Para tratar de salvarse, un grupo de astronautas intenta salir de la Tierra pero los vientos y las explosiones volcánicas masivas dañan la nave, que cae en picada sobre una pequeña isla donde no parece haber humanos. Pasan días y quedan entregados a la muerte. Hasta que una mañana, ya sin esperanzas y de manera fortuita, descubren que su cohete había abierto un pozo con agua dulce al caer. Así empiezan a pescar, y hay una escena muy linda donde lloran al ver brotar una pequeña plantita en medio de los roqueríos de la isla.

Lo que acabo de narrar pasa antes de que empiece realmente la trama de la serie. Es sólo el preámbulo para poder comprender aspectos de la historia que va a comenzar. De estos astronautas nace un niño, Conan. Es criado en comunidad, crece rodeado de una salvaje naturaleza que le ayuda a desarrollar habilidades poco normales para niños de su edad. También es un "súper" poder, por decirlo así, pero nuevamente la forma de narrarlo es tan orgánica, natural y simple que le da una verosimilitud extraordinaria. Cuando crece y es un preadolescente, ya sólo vive con uno de esos sobrevivientes, a quien llama abuelo. El viejo sabe perfectamente que le queda poca vida, por lo tanto se le ve escribiendo sus memorias y es por eso que sabemos el contexto antes de comenzar la serie.
Al poco andar del primer capítulo sucede algo inesperado, que es lo que detona la historia: Conan descubre a una niña de trenzas y vestido rojo desmayada en la playa. Corre a buscar a su abuelo. Ellos no saben que hay más humanos en el planeta, Conan nunca había visto a una niña.
Conan, el niño del futuro coincide mucho también en el viaje de búsqueda y aventura. Su periplo es motivado por un consejo de su abuelo: "Sigue y cuida a tus amigos". Así se arma de una pequeña embarcación para ir en búsqueda de Lana, cuando es secuestrada por unos militares. La pequeña tiene la facultad de hablar telepáticamente con su abuelo, quien es el último científico que sabe los secretos de la energía solar. Y esta es necesaria para echar a andar otra vez la maquinaria de guerra de un país llamado Industria, gobernado por un dictador con ánimos de emperador, Lepka. Lana es llevada a la fuerza y, en un intento por salvarla, el abuelo es acribillado.
Conan se queda solo en la Isla Perdida y es así cómo entiende que no puede quedarse ahí, que debe ir a buscar a su nueva amiga. Construye, con partes del cohete estrellado, una navecita que lo llevará hasta una isla donde conoce a su primer amigo, Jimsy. Una cualidad que caracterizó a Miyazaki en todas sus obras es su capacidad de recrear detalles que le dan una humanidad única a sus personajes. Lo digo porque cuando Conan conoce a su amigo, Jimsy le ofrece de fumar –otros tiempos– y él acepta. Algo que noté ya viendo la serie de adulto es que el detalle no es que tosiera, es que después de fumar se les achinaran los ojos, y cual meme de Di Caprio apuntando la tele me dije: "¡El hueón fuma marihuana”! Esa misma noche, Conan se levanta a mear y, luego de hacerlo, tirita como todo el mundo lo hace después de orinar. Ese detallazo no lo he visto más en otra serie. Le daba una humanidad única.

Un futuro que no llegó
Si me quedo contando las series y lo que sentí en cada capítulo, este artículo no termina más. Prefiero decir algo que me gusta enfatizar ante quienes consumimos ciencia ficción, y en especial futurismo predictivo, que es que del único futuro del que podemos estar seguros es de aquel que ya pasó. De chico imaginaba que iba a ser como Robotech, obviamente, ya que toda su tecnología me fascinaba y no existía. "Me debo preparar porque la vida va a ser así", pensaba a mis 11 años. Claramente no cayó ninguna nave extraterrestre en 1999 y no hay aviones que se transformen en robots gigantes.
Hay una escena donde Rick Hunter está sentado en una banca cuando de pronto se le acerca un robot-teléfono-público repitiendo "llamada para Rick Hunter" hasta que lo encuentra y él puede contestar. Para mí eso era fascinante, súper ultra tecnológico. Ahora lo encuentro de lo más idiota –claro– porque no teníamos idea de internet y tampoco de teléfonos móviles. Siempre vemos las series futuristas antiguas con el diario del lunes, como se dice en política. El futurismo se convertirá inevitablemente en retrofuturismo.
Tampoco llegó la hecatombe en 2008, como en Conan, el niño del futuro, y la energía solar hasta ahora es más una solución que un problema. Tampoco hay continentes hundidos, aunque sí suben los océanos. Pero, ¿es acertar lo que sucederá lo que les da valor a series como estas? Por supuesto que no, en estos casos es el discurso subrepticio de que pase lo que pase, los aspectos culturales de la humanidad como la solidaridad y el apoyo entre pares son los que nos pueden mantener vivos como especie.
En Conan hay otra escena que me conmueve mucho. Él queda atrapado en un bloque de hierro que lo hunde y lo lleva al fondo del mar, Lana le habla telepáticamente pidiéndole que resista. Ella toma mucho aire y nada hacia donde está él y le da oxígeno boca a boca, una y otra vez. Es el acto de amor más profundo y el único beso que se dan en toda la serie, ¡un beso que le salva la vida a Conan! Vuelvo a ese episodio cada vez que puedo, me hace sentir bien, es un tiraje de satisfacción.

Lo más probable es que la mayoría de quienes lean esto no hayan visto Conan, el niño del futuro. En Argentina se puede ver en un sitio que se llama animeflv.one, está en Prime Video en algunos países de Latinoamérica, pero siempre algún piratilla la subió, es cosa de buscarla. Te hará bien verla o mostrársela a otras personas. Robotech está en Netflix. Ambas me han provocado una nostalgia dulce, una imagen imborrable de un futuro donde venceremos para construir un mejor mundo, un futuro que por suerte no llegó, aunque nuestro presente tampoco nos guste tanto.
Contar una historia es la excusa. Usar las formas de la ciencia ficción, o de cualquier otro género narrativo, no es otra cosa que el vehículo para hablar de otras cosas, en este caso de ideas profundas dirigidas a pequeñas y pequeños de pocos años que no fuimos subestimados. Nos hicieron sentir tomados en serio cuando confiaron que podían contarnos historias complejas, con la condición humana latente en cada capítulo; que la aventura tiene un costo, que la infancia no es naif. Agradezco haber sido contemporáneo, pero también agradezco que aún puedo mirarlas cuando quiera y mostrárselas a más personas. Vayan a verlas, no tienen desperdicio.